Al salir de la urbanización de jubilados en la que vivía en Mesquite (Nevada), Stephen Paddock vio una hilera de carteles con mensajes optimistas. “Haz nuevos amigos”, “Prueba nuevos desafíos”, rezaban algunos. Mientras conducía hacia la autopista, este jubilado de 64 años contempló, en pleno desierto, bonitos campos de golf con un césped brillante y rodeados de palmeras. Luego enfiló durante 138 kilómetros la carretera que le llevaría a Las Vegas cruzando infinitos campos inhóspitos, colinas secas y una reserva indígena. Hasta que llegó, una hora y cuarto después, al corazón de Las Vegas, con sus edificios faraónicos y luces despampanantes.
Su destino era el hotel Mandalay Bay. Entró el pasado jueves y ya nunca más salió de su habitación en la planta 32, en la que acumuló 23 armas de fuego. Desde allí, la noche del domingo disparó indiscriminadamente hacia los asistentes a un concierto al aire libre al otro lado de la calle. Mató a 58 personas, en el tiroteo más mortífero de la historia de Estados Unidos.